La magia del bel canto inundó el Teatro Pereyra, que estaba de bote en bote con un aire viscontiano, con un público entregado desde el principio y Valencia muy presente en los corazones.
Ainhoa Arteta es una diva generosa, pícara, espectacular y atrevida, cuya presencia llenaba el escenario como una flor fabulosa de aventuras barojianas. Cuando brotó con un vestido burbujeante de champagne, me recordó a Mae West, aquella rubia divina y maravillosa actriz nada convencional que asustaba a los tímidos confesando: «Cuando soy buena soy muy buena, pero cuando soy mala soy mucho mejor». «¿La Castafiore de Tintín?», decían otros imberbes. Pero yo aún diría más: la Arteta tiene mucho más temperamento.
A la diva acompañó el tenor mexicano Ramón Vargas, bravo y galante con el huracán de energía femenina que movía el Pereyra, delicia eterna, que diría William Blake, para quien los caminos del exceso llevan al palacio de la sabiduría. Y el maestro cubano Ángel Rodríguez al piano, aparentemente frágil al lado de esos titanes, iluso espejismo, pues despliega su virtuosismo con fuerza romántica y sabiduría caribeña, moviéndose cual Franz Liszt, tremendo portento que viajaba en calesa de Viena a Córdoba con un humidor de quinientos puros habanos.
El concierto solidario en favor de los damnificados por la Dana fue presentado por Pedro Matutes y Pino Sagliocco. Matutes (va teniendo aire de mecenas y nervios a la Diaguilev antes del estreno de sus ballets rusos) recordó que el Pereyra siempre ha tenido una historia de solidaridad y hermanamiento pitiuso, especialmente con los náufragos en una isla de grandes marinos. Y Sagliocco saca otro conejo de su chistera fantástica de productor exitoso, recordando que, ante el desastre, juntos somos más fuertes, nombrando a Beethoven llamando a la fraternidad humana. Que es exactamente lo que ha hecho en Valencia el pueblo español ante la atroz mezquindad de sus irresponsables políticos.
Hubo un vídeo con el Himno a la Alegría, el verdadero amor inmortal de Ludwig. Miguel Ríos empezaba su canción para luego ser acompañado de numerosos artistas y campeones como Rafa Nadal. Todos a una llamando a la solidaridad con Valencia.
Y dio comienzo el concierto. Las arias con sus mágicas notas, y lo que hay entre las notas (que apuntaba Furtwangler), y lo que hay detrás de las notas, de esos gigantes de la vida como Puccini y Verdi, que tantos naufragios vitales superaron con su genio; y la sensibilidad de Donizetti y Bizet, y cantares de Joaquín Turina, canciones mexicanas de Consuelo Velázquez, zarzuelas de Sorozábal, Barbieri y Penella, el himno de ojos hechiceros valencianos de Agustín Lara…
Arteta, ¡qué mujer esplendorosa!, cambió de vestido, hizo bromas picantes al respecto y con gracia aleteó un mantón de Manila, cual mariposa que puede provocar un tornado en otra parte del mundo. Y con Vargas cantó a dúo, bajando del escenario y paseando por el precioso teatro el O soave fanciulla de La Boheme, con unas bohemias carantoñas que hicieron las delicias del público. Pero el delirio llegó cuando cantaron Bésame mucho. Al cálido tono que Vargas adopta cuando canta las preciosas canciones de su tierra caliente llegaron algunos coros del público, y me atrevo a decir que entre esas voces espontáneas reconocí la del president del Consell Vicent Marí.
El emocionado público que abarrotaba el Pereyra quería más, y en pie ovacionaba a la diva, al divo y al maestro Rodríguez. Y regalaron numerosos bis, terminando con el villancico Noche de Paz que celebra el nacimiento del Niño Jesús, que en esa noche mágica y eterno hermanamiento de Ibiza y Valencia, nos recuerda, como diría el clásico Amor Omnia Vinci, que el amor todo lo vence. Y pensé que en esta época de tanta ansiedad debemos luchar contra la peligrosa apatía de los cabestros robotizados. Para eso está el milagro de la música, pues mantiene nuestro corazón vivo, joven y radiante en gozosa esperanza.
Naturalmente seguí en el Pereyra. Pedí una copa en la animada barra y salí a la terraza a fumar un puro. Qué placer estar de nuevo en este oasis resucitado que albergará, lo vaticino, muchas más noches de ópera. Luego vinieron a mis oídos los ritmos irresistibles de Calle Boga Loo, y salté a bailar a la pista cual derviche que no teme caer bajo el influjo de lo mágico.